La noche recién empezaba y sin embargo la ciudad estaba sumida en una intensa oscuridad. La estación, como siempre se llenaba de gente apresurada que no se detenía por nada ni por nadie. Eran un grupo de personas solitarias, cada una pensando en lo suyo. En el piso de abajo estaba la entrada para el subte, por el otro lado los trenes que se dirigen a la provincia y afuera una cantidad innumerable de colectivos y taxis. Cada persona tenía un destino propio para seguir. Pero en el medio de todo ese ajetreo, de la manada de humanos que caminaban rápidamente sin mirar a su alrededor, en medio de esa inmensa estación, había una criatura quieta. Acostado en el piso, un perro callejero presenciaba con poco interés el espectáculo a su alrededor. Su pata delantera derecha tenía una cicatríz bastante larga, tal vez causada por una pelea, que el tiempo cerró mal. En cierto momento, el perro se levantó y se dirigió trotando hasta la salida. No se porqué, pero lo seguí.
Apenas salimos de la estación, la bestia tuvo un pequeño espasmo a causa del frío. Finalmente se recompuso y a paso ligero comenzó su camino. Al rato de viajar detrás de él, el perro se dio vuelta y me miró con desconfianza. Me costó un rato, pero finalmente el animal entendió que no tenía malas intenciones y accedió a sentir mis caricias. Después de un rato, decidió proseguir.
Ahora yo estaba a su lado, y entonces me di cuenta de que él sabía a donde se dirigía, no tomaba caminos a azar y, para colmo, irradiaba una tranquilidad contagiosa. Finalmente, frenó en una calleja y me miró directamente a los ojos. De pronto entendí lo que quería, me apoyé contra la pared y me senté en el frío suelo. El perro entonces apoyó su cabeza en mi pierna y se durmió respirando lentamente al compás de mis caricias. La noche pasaba y antes de darme cuenta me quedé dormido.
Cuando me desperté, ya era de día, y el perro seguía mostrando la misma tranquilidad de toda la noche. La única diferencia, era que ya no respiraba.
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