Son casi las 10 de la noche. Entro en el subte línea D y espero unos 5 minutos que se camuflan con la música que desprende mi grabador. Finalmente el transporte llega a la estación Facultad de Medicina, con destino a 9 de Julio, donde hago el cambio de tren para dirigirme a Constitución.
Son casi las 10 y media. Me siento en un vagón casi vacío. Sin prestar mucha atención, miro el piso, sucio y desprolijo. La canción cambia. Nirvana: My girl (where did you sleep last night). Algo me hace levantar los ojos, un movimiento rápido, casi desubicado de aquel subterráneo, donde todos parecían dormitar o esperar lentamente la muerte.
La veo, sus delicados brazos trazan arcos en el aire, parece danzar al compás de mi música. Me hipnotiza, sus manos se mueven ágilmente logrando arrojar pequeñas bolas al aire y atraparlas en el acto. Es una niña de unos 8 años, su cuerpo es flaco, del color de los granos de café. Es una flor, una pequeña princesa que tuvo el único error de nacer en el momento equivocado, en el lugar equivocado.
La canción termina casi al mismo momento que ella, la gente ahora aplaude, pero sólo hace eso, aplaudir. Ella pasa mirando tristemente como nadie le ofrece alguna recompensa sólida, de aplausos nadie come. Se detiene justo frente mío, me mira y yo no hago nada, me abstengo hasta de respirar.
Finalmente ella se voltea, acaba de escuchar el tintineo de monedas. Un anciano levanta temblorosamente su mano y le ofrece unas cuantas a la niña que se deshace en agradecimientos. Ahora ella se dirige al próximo vagón.
Llegamos a Constitución. Me levanto y paso por al lado del anciano. Lo miro y trato de sonreírle, pero me detengo en medio de esa intención, aterrado, mi rostro se palidece con la misma velocidad con la que se apaga una vela consumida. Sus ojos eran blancos.
Salgo a la calle, me prendo un cigarrillo que sabe a vergüenza. Camino. Son casi las 11 y la canción cambia.
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